Por: Rafael Llamas Blanco
La actividad ha regresado de manera abrupta y en forma de un desenfreno que –parece—se quedará una buena temporada. Y que ha puesto patas arriba el mercado aeronáutico por falta de personal en aeropuertos y aerolíneas.

El caos se ha instalado, en primer lugar, en el aeropuerto holandés de Schiphol, donde las colas en los mostradores de facturación y los controles de seguridad recordaban a las de un supermercado o, incluso, a unos grandes almacenes en plenas rebajas de enero. El desorden es tal que muchos pasajeros buscan ya alternativas en aeropuertos de segunda cercanos a Ámsterdam para evitar el de esta ciudad.
En Alemania se han podido ver imágenes parecidas: retrasos, largas esperas en los controles de seguridad con su famoso cuello de botella, problemas con el espacio aéreo, etc. Lufthansa ya advierte a sus clientes que se preparen para Vietnam – y no precisamente refiriéndose al país- cuando vayan a facturar.
Con 240 vuelos cancelados, sigue a Lufthansa nuestra querida hermanastra, British Airways, donde el té de las cinco se va a convertir en el té de las nueve con retraso – en plena temporada de verano: una fantasía –.
Los motivo del desbarajuste sin igual son, por desgracia, bien conocidos: por un lado, los masivos despidos que se acometieron en pandemia para poder salvar los muebles y las alas; a ello se añade una absoluta falta de previsión, que no se ha preparado ante la muy previsible avalancha de reservas, con unos pasajeros deseando salir de sus hogares al precio que fuera – y eso no puede ser más literal, con un aumento de precios superior al 300% –. Salvo que la circunspección se adueñe, por fin, de directivos de aeropuertos y compañías aéreas, y estos atajen con urgencia el caos creciente; y salvo que una previsión adecuada no se ponga por delante, en definitiva, de la facturación y el parné, estamos abocados, todo hace temer, a un verano con extra de turbulencias.