Este año 2015 se cumplen 72 años de la publicación del libro de Antoine de Saint-Exupery, “El Principito”. Tanto el libro, como la vida de su autor, sus relatos y su historia, en mi caso particular, marcaron, junto a lo propio de Richard Bach, mi forma de ver el cielo, mi forma de vincularme con él, mi forma de querer volar y quizá también mi forma de convivir con las personas.
Por esas cosas de la vida, que cada tanto regala un tesoro que uno no merece, a fines de los noventa, tuve la fortuna de conocer, compartir y volar junto a Richard Bach, así que creí que, al menos en estos temas, ya debía darme por más que agradecido.
En el año 2013 y coincidiendo con los 70 años del libro, en los cielos de Paraná, con una geografía muy cercana e idéntica a los campos del Castillo San Carlos, donde se dice que Saint-Exupery dedicó sus horas a escribir el libro, el destino de muchas y maravillosas personas empujaron a mi vida a subirme, despegar y volar un avión Curtiss JN4 “Yenni” modelo 1918 totalmente original, restaurado a la perfección.
Para no faltarle el respeto, ni traicionar a casi 100 años de historia aeronáutica, a tantos relatos y descripciones de esos vuelos pioneros, de campos en campos, a un motor de automovil de aquella época de no más de 1400 revoluciones por minuto, al ruido y fuego que se puede ver en sus escapes, a la fe poderosa de Glenn Curtiss, puesta en su diseño del avión, tan majestuoso para la época…, me puse una campera de cuero, y un pañuelo blanco largo de los mismos años.
Para no ser un joven insolente, desconfiando de un siglo de sabiduría y de historia tan bien ganados por ese maravilloso avión, que vaya uno a saber qué cielos habrá alimentado su espíritu, qué pilotos habrá formado, o a cuántos habrá protegido de sus errores…, no probé su respuesta ni pedí alguna muestra de confianza con algunos carreteos previos ni pequeños saltos, simplemente cuando los muchachos lo alinearon de cara al viento, lo dejé libre. Se lo merecía, se lo había ganado. Voló como siempre supo. Y me llevó consigo.
Para no asustarlo con lo vertiginoso en que hemos convertido al mundo actual, dejé que él mismo manejara sus tiempos, aquellos tiempos del 1918, así que ya alto y con el sol a punto de terminar de iluminarnos por ese día, recién su motor emparejó el sonido, mostró colores azulados en los escapes y me llenó la cara con aire caliente. Giró lento para que yo pudiera ver el paisaje enmarcado entre sus alas para uno y otro lado. Me mostró cuanto me falta por aprender a volar, y permitió con la increíble elegancia de un caballero de galera y bastón de madera, algunas maniobras más.
Siempre supe que los valores que necesitamos los podía encontrar en la pureza de los cielos, lealtad, honestidad, sinceridad, tolerancia, solidaridad, etc. Las reglas y leyes que allí rigen los cumplen a rajatabla, las leyes aerodinámicas, la de la gravedad por ejemplo, no engañan, no se esconden, cumplen lo que prometen, son siempre justas para castigar o perdonar, no cambian según les convenga, no se las puede comprar o sobornar.
Pero nunca imaginé que este avión de principios del siglo pasado me los mostrara tan claros y disfrutables.
Será que para diseñarlo, sólo se lo pudo imaginar solamente como parte del universo existente de ese momento, el cual tenía por principio estos valores fundamentales. Será que con el progreso se desdibujan un poco, o será que el espíritu del aparato, en tanto tiempo, y para sobrevivir, buscó lo simple e importante, cualidades de los valores, y de cada pieza tallada en madera, aplicada en sus alas y fuselaje buscando solamente un único objetivo, lo esencial.
Visto desde la cabina de atrás, desde donde se vuela, es imposible no imaginar un mundo perfecto, porque se ve así, incluso es imposible no querer compartir con mucha gente tal caricia al alma, así que mientras dejaba que el avión me llevara con las ruedas rozando los sembrados para saludar a los amigos, miraba los tensores adicionales colocados en el ala para poder caminar en vuelo sobre ella, está claro que no eran locos quienes deleitaban al público con sus paseos parados en las alas, simplemente estaban disfrutando tanto o más que yo.
Cuando ya la luz se acababa, el viejo “Yenni”, con el mismo gesto bondadoso de un abuelo, que ayuda en secreto a su nieto jovencito para que no se rían de su inexperiencia, apoyó sus ruedas sin golpear en el lugar exacto y sin perder la dirección, corrió alegre hasta detenerse, haciéndome quedar delante de la gente como un buen piloto.
Gente que miraban el hoy pero veían el pasado, por un momento miraban aquellos años 18, los finales de la primera guerra mundial, los circos aéreos, los diseños como este, que con asociaciones como la de Curtiss con los Hermanos Wright, y tantos otros, empujados por el concepto «más alto, más rápido, más lejos» llevaron a la industria aeronáutica al espectacular desarrollo actual, proyectando sus apellidos al futuro cual marcas con alas eternas.
Coloqué el pañuelo blanco, portador de los vientos de Dios y de algunas lágrimas del motor, en manos de Andrés y Carlos, emocionados, ingenieros ellos, responsables del arte de revivir sin error ni cambio, aquellos sueños con forma de avión, ahora solitario testigo, el Curtiss Yenni, de que los sueños con tiempo y con mucha pasión, no sólo se cumplen sino que alcanzan disensiones inimaginables.
Volvía a casa pensando si la vida, el destino, o Dios sabrían el tamaño de regalo que me acababa de hacer, la oportunidad de volar uno de los únicos 50 aviones que quedan en el mundo, justo cuando la radio leía unos párrafos de El Principito en homenaje al aniversario de su creación.
Me regalaron la oportunidad de entender que desechamos la búsqueda de valores verdaderos porque ningún método práctico puede demostrar su existencia tan claramente como esta sucesión no casual de eventos relacionados, entre varias maravillosas familias de trabajo y de sueños que viven en Paraná, alguna otra familia en el otro lado del continente que rescata de un galpón de desechos los pedazos de una maravilla de otra época, dos años de trabajos artesanales, varias semanas de papeleo burocrático, otras tantas de esperar el clima ideal, un motor dormido por años que quiso arrancar recién antes del atardecer, y un piloto que leyó cuando tenía 10 años por primera vez el libro del pequeño príncipe y que no pudo olvidar, para juntarlos todos en 15 minutos de una puesta de sol inolvidable.
“Dijo el zorro, te regalo mi secreto: «Sólo con el corazón se puede ver bien. Lo esencial es invisible a los ojos»
Precioso artículo César, en todo su conjunto. Enhorabuena.